Hasta hace poco tiempo atrás, la zona donde vivo era tranquila. Un paraíso, casi, para mí, que abomino del ruido, de la música alta que se cuela en la casa desde el exterior, de la voz estridente que es nuestra marca-país cultural.
Ahora no. Ahora la zona donde vivo es tránsito al parecer obligado de todos aquellos que han instalado un equipo súperpotente a sus vehículos y no se conforman con saberlo ellos y sacian la urgencia patológica de que todos se enteren recorriendo todas las calles de la ciudad. Que gastaron miles incontables de pesos en la adquisición de ese “bien” debe ser conocido por la mayor cantidad de gente, sino habrían fracasado.
A cualquier hora del día, incluidas las de una madrugada que debe ser apacible, los más diversos géneros musicales golpean brutalmente los tímpanos y despiertan al dormido. La testicular testosterona dispara la libido del conductor del vehículo: el dueño del portento tecnológico alcanza el clímax con esta demostración de poder incontrolable sobre centenares de anónimos en sus camas. Que se friegue medio mundo.
También, y sobre todo en las madrugadas, están los “hijos de papi y mami”, que dañan las gomas de sus vehículos con unos “acelerones” que hacen prever lo peor a quien despierta el ruido premonitorio de la velocidad excesiva. Ellos son amos y señores de las asfaltadas avenidas sobre las cuales, muy posiblemente, se elevan las torres donde papi y mami duermen con la placidez con la que, supongo, deben dormir los dueños del mundo en sus habitaciones insonorizadas.
Como si todo esto fuera poco, a las seis de cada ineludible mañana, un grupo de apolíneos corredores obedece con encomiable disciplina las órdenes amplificadas por un megáfono del jefe de grupo. Son consignas muy parecidas a las castrenses. Ellos corren a paso doble por el inconcluso parque Centenario de Joaquín Balaguer para, ya en condiciones óptimas de calentamiento, avanzar hacia la avenida ¿de la Salud? Acodada en el balcón, con los ojos que se cierran de sueño, compruebo que esta decena de hombres pareciera estar convencida de que entrena para defender la patria y no para fortalecer la musculatura. ¿Qué a esa hora muchos duermen? Peor para ellos. Lo que importa es que –otra vez— la testosterona cumpla su masculina función.
Como si todo esto fuera poco, a las seis de cada ineludible mañana, un grupo de apolíneos corredores obedece con encomiable disciplina las órdenes amplificadas por un megáfono del jefe de grupo. Son consignas muy parecidas a las castrenses. Ellos corren a paso doble por el inconcluso parque Centenario de Joaquín Balaguer para, ya en condiciones óptimas de calentamiento, avanzar hacia la avenida ¿de la Salud? Acodada en el balcón, con los ojos que se cierran de sueño, compruebo que esta decena de hombres pareciera estar convencida de que entrena para defender la patria y no para fortalecer la musculatura. ¿Qué a esa hora muchos duermen? Peor para ellos. Lo que importa es que –otra vez— la testosterona cumpla su masculina función.
Pero no solo ellos, hay que ser justas. Sobre todo los fines de semana, cuando la permanencia en la cama se prolonga porque el trabajo no espera, un evangelista nos despierta a las seis de la mañana con sus mensajes de condenación irremediable de todos, absolutamente todos, los pecadores. Vocifera citas bíblicas desde una yipeta último modelo, lo digo porque la he visto. Él no lo sabe, y ni siquiera lo sospecha, pero su abusiva e impune conducta fertiliza mi descreimiento.
Y mejor es no hablar del “delivery” y sus motos sin tubos de escape (que aquí llamamos “mofler”). Una lo piensa y dan irreprimibles ganas de llorar. Jóvenes y muy jóvenes todos, los “deliverys” son la nueva y amenazadora plaga urbana. Como los que “cepillan” las gomas de sus autos en las avenidas que les pertenecen, los “deliverys” atruenan las calles de la clase media, donde parecen vengarse de la diferencia social.
La ciudad tiene sus propios ruidos identitarios: el pregón de los vendedores, el del tránsito obligado, el que sale, junto a magníficos olores, de las casas donde se recrea la vida… Son ruidos humanos producidos por la humanidad de la gente que puebla esta ciudad anómica. Los otros son abusos de quienes tienen poder, o creen tenerlo, contra todo el resto.
Hay leyes contra el ruido que no se cumplen nunca. Hay autoridades que deberían actuar y no lo hacen. Hay un país en el mundo que no conoce reglas. Está a la deriva.
Y mejor es no hablar del “delivery” y sus motos sin tubos de escape (que aquí llamamos “mofler”). Una lo piensa y dan irreprimibles ganas de llorar. Jóvenes y muy jóvenes todos, los “deliverys” son la nueva y amenazadora plaga urbana. Como los que “cepillan” las gomas de sus autos en las avenidas que les pertenecen, los “deliverys” atruenan las calles de la clase media, donde parecen vengarse de la diferencia social.
La ciudad tiene sus propios ruidos identitarios: el pregón de los vendedores, el del tránsito obligado, el que sale, junto a magníficos olores, de las casas donde se recrea la vida… Son ruidos humanos producidos por la humanidad de la gente que puebla esta ciudad anómica. Los otros son abusos de quienes tienen poder, o creen tenerlo, contra todo el resto.
Hay leyes contra el ruido que no se cumplen nunca. Hay autoridades que deberían actuar y no lo hacen. Hay un país en el mundo que no conoce reglas. Está a la deriva.
Querida Margarita:
ResponderEliminarTe felicito por este artículo que toca un tema el cual, desgraciadamente, sólo a muy pocos interesa pues, para la gran mayoría, el silencio es sinónimo de aburrimiento. Por esta razón encontramos que en los mejores hoteles de la capital y resorts "de primera" uno no puede sentarse tranquilo sólo a respirar y a contemplar el mar pues las 24 horas del día debe haber música y mientras más alta mejor. Lo peor es que los empleados la ponen para ellos mismos y el cliente tiene que aceptar o marcharse.
Todos los puntos que tocas sobre las fuentes de ruido son muy ciertos.
La necesidad de silencio es algo -yo diría- espiritual. Es algo que surge de lo más adentro de nosotros mismos.
Mireille Negre, bailarina principal, de la Opera de Paris, abandonó la escena y todo su triunfo a los 28 años para convertirse en Carmelita.
La práctica del Zen, por ejemplo, requiere un silencio total y en los monasterios los monjes deben guardar un silencio casi absoluto. Durante las comidas, especialmente, está prohibido hablar. Esta práctica está sin embargo ligada a toda una filosofía. Se supone que el silencio es necesario para entrar en relación con el alimento que se está ingiriendo, para sentir los nutrientes que está recibiendo nuestro cuerpo que son principio de vida.
La práctica del silencio absoluto sin embargo, no es sólo conocida en el budismo. En el cristianismo existe la reclusión del Carmel. Las Carmelitas están confinadas en celdas sin ver o hablar con nadie durante la mayor parte del tiempo y la alimentación es muy frugal. No sé si esta práctica aún existe, pero existía hasta hace algunos años.
Otro aspecto del silencio es que él nos mantiene constantemente en contacto con nosotros mismos y mientras más lo vivimos más nos acercamos a nuestra propia esencia.
Para la gran mayoría de gente que no ha realizado un trabajo personal significativo, esto es insoportable. La dura realidad es que el silencio total no hay mucha gente que lo soporte. Por esto el campo aburre a mucha gente, o no pueden estar solos porque no soportan encontrarse ellos mismos.
Aquí tambien se da el fenómeno del "radio prendido". En la mayoría de los hogares se prende el radio desde que se levantan hasta que se acuestan. Cuando dejan la casa lo encuentran en la oficina, (en donde hay que esperar que pase la canción preferida de la secretaria para que te atiendan)en el baño, en los restaurantes, cafeterias, y de ahí en la playa, hoteles, calles etc.
Pero...qué se escucha cuando no se oye nada ?
Y, por otra parte, debemos esperar a que la mayoría comprenda el valor del silencio para hacer algo ?