Quienes han enfilado sus cañones contra la tesis de la
dictadura constitucional sostenida por Ciudadanos y Ciudadanas por la Democracia, incluyen en su inventario de argumentos que bajo un régimen
dictatorial sería impensable la libertad de prensa disfrutada en el país. Citan
a su favor los periodistas y medios que disienten del gobierno y la libertad
con la que emiten sus juicios.
No sé si están plenamente conscientes de ello, pero estos malabarismos
de la defensa oficial omiten cuestiones cardinales en la definición, y sobre todo en el ejercicio, de la libertad de
prensa. Cual que sea el motivo, el resultado es que, haciéndose los chivos
locos, los oficialistas convierten la disidencia de estas voces en expediente
argumentativo y con él debajo del brazo transitan sin sonrojo el camino de
distorsión y la manipulación.
No es para nada cierto, y afirmarlo es intelectualmente
irresponsable, que la libertad de prensa la defina un grupo de periodistas --en la República Dominicana reducido-- diciendo cosas que podrían molestar al poder. Para definir esta libertad tenemos que hablar,
como cuestión principal, de aquello que la precede: la libertad de información.
En el mundo de hoy parece haber consenso en que las libertades
de información y de prensa son fundamentales en toda sociedad democrática
moderna: la ausencia de cualquiera de ellas, por demás indisociables,
imposibilita a los ciudadanos emitir o formarse opiniones e intercambiarlas y
pervierte el sistema político.
Tan relevante es el tema que ha dejado de ser, tiempo ha,
preocupación de periodistas; lo es también de especialistas del Derecho y de
organismos internacionales. Por ejemplo, el párrafo 70 de la Opinión Consultiva
OC 5/85 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, emitida en 13 de
noviembre de 1985, es meridianamente claro al respecto:
“La libertad de expresión es una piedra angular en la
existencia misma de una sociedad democrática. Es indispensable para la
formación de la opinión pública. (…) Es, en fin, condición para que la
comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente informada. Por ende, es posible afirmar que una
sociedad que no está bien informada no es plenamente libre”.
Este derecho se ejerce en realidades atravesadas por los
intereses del poder, casi instintivamente proclive a la ocultación y a la
opacidad, por lo que el derecho a la información se ha enriquecido con numerosas
legislaciones, incluida la dominicana, que incorporan el derecho a la información pública, de modo que los poderes no puedan
escapar del escrutinio de la sociedad.
La Corte de Derechos Humanos robusteció sus anteriores
posiciones sobre la materia en el fallo del caso Claude Reyes y otros vs.
Chile, del 19 de septiembre de 2006, citado por Jorge Córdova Ortega, quien
reflexiona como sigue:
“[…] el artículo 13 de
la Convención, al estipular expresamente los derechos a “buscar” y a “recibir”
“informaciones”, protege el derecho que tiene toda persona a solicitar el acceso a la
información bajo el control del Estado, con las salvedades permitidas bajo el régimen de restricciones
de la Convención.
“Consecuentemente,
dicho artículo ampara el derecho de las personas a recibir dicha información y
la obligación positiva del Estado de suministrarla […]. Dicha información debe ser entregada sin necesidad de acreditar un
interés directo para su obtención o una afectación personal, salvo en los
casos en que se aplique una legítima restricción. Su entrega a una persona puede permitir a su vez que ésta circule en la
sociedad de manera que pueda conocerla, acceder a ella y valorarla. De esta
forma, el derecho a la libertad de
pensamiento y de expresión contempla la protección del derecho de acceso a la
información bajo el control del Estado…” (Párr. 77)
Porque es consenso democrático internacional (en el país
fementido), el numeral 1) del artículo
49 de la Constitución dominicana dice:
“1) Toda persona tiene derecho a la información. Este derecho
comprende buscar, investigar, recibir y difundir información de todo tipo, de
carácter público, por cualquier medio, canal o vía, conforme determinan la
Constitución y la ley”.
¿Qué sucede en el país en esta
materia? Veamos lo que dice el Quinto Informe
de Monitoreo a la Aplicación de la Ley General de Libre Acceso a la Información
Pública No 200-04), de abril de 2011, publicado por Participación Ciudadana.
“De dichas solicitudes de información, el 35%
terminó en “silencio administrativo”, es decir, que ni siquiera respondió a la
solicitud; un 4% fue respondida de manera incompleta y 1% fue entregada fuera
del plazo establecido en la ley; vale decir, que el 40% de las solicitudes no fueron
satisfechas adecuadamente”.
Las características evaluadas eran formales. Nada
peligroso para el gobierno, sobre todo si se toma en cuenta que en un aspecto
tan sensitivo como el gasto en personal, PC da como buena y válida la nómina publicada
en las páginas web. Las nominillas están
en el subsuelo de la informática y no son parte de la “transparencia”.
La experiencia ha sido que cuando las solicitudes
de información amparadas en la Ley 200-04 van más allá de las cuestiones
inocuas aparece un muro infranqueable. El cuarto informe de la organización
cívica sobre el tema incluye reveladores testimonios de las dificultades
encontradas por ciudadanos comunes para obtener la información solicitada:
todos debieron recurrir a los tribunales de justicia para ejercer un derecho
consagrado en el bloque de constitucionalidad dominicano, en la propia
Constitución y en nuestras leyes.
Pero hay otro aspecto indesdeñable, pese a que los
áulicos oficialistas prefieren hacerse los tontos: el valor que da el gobierno
del presidente Leonel Fernández a la opinión pública y el eco que esta tiene en
el Ministerio Público. Como ejemplo del desdén presidencial por la opinión
ciudadana está su afirmación de que la exigencia del 4% del PIB para la
educación es un buen recurso propagandístico, pero no el problema. En cuanto al
Ministerio Público, su sordera y ceguera frente a las denuncias documentadas presentadas,
por ejemplo, por Nuria Piera, son dignas de figurar en una antología de la
infamia. Mandando a paseo la Constitución, la Ley Orgánica del Ministerio
Público y el Código Procesal Penal, ha puesto a los denunciantes contra la
pared: les toca a ellos presentar las pruebas de la corrupción mientras las
autoridades declinan sospechosamente su responsabilidad primordial de
acopiarlas por sus propios medios.
¿Libertad de prensa? Como periodista, no respondería
positivamente por la sencilla razón de que el acceso a la información pública,
pilar de todo sistema democrático, es parte del decorado de este país de
opacidades sin límite. Puedo decir casi lo que quiera, es cierto, pero el poder
no me dará acceso a las fuentes para que pueda emitir una opinión informada, ni
el Ministerio Público hará absolutamente nada si mi información a la mano
compromete a funcionarios.
No hablemos, finalmente, del dinero que gasta el
gobierno de Fernández en financiar su “Red de comunicadores y periodistas con
Leonel”, ni de las presiones a los dueños de medios donde trabajan los
periodistas que, perversamente, los cortesanos
del peledeísmo exhiben como prueba de que la dictadura constitucional es
invento de genuflexos y oportunistas.
Cuando los que exhiben algunos nombres de periodistas
críticos como “prueba” de nuestra “democracia” integren a su defensa del
gobierno y su candidato estos problemas, podremos hablar en otro plano.
Mientras no suceda, continuaré convencida de que el cerebro espongiforme es el
de ellos, no el mío.