jueves, 19 de febrero de 2009

¿En verdad somos tan tontos como nos creen?

He dicho en otro lugar, y aquí reitero, que pocas cosas de la administración peledeista me molestan tanto como su convencimiento de la genética memez de los dominicanos. Somos ya no un pueblo de ingenuos capaces de seguir cambiando oro por espejitos, sino irredimibles subnormales a los que cualquier “explicación”, por muy absurda que sea, resultará satisfactoria.

Apostando a esta anemia neuronal colectiva, el peledeismo gobernante se mantiene inconmovible cuando miente o retuerce argumentos en aquellos casos en que sus abusos de poder son tan obvios que los vería hasta un ciego.

Si muestra se requiere basta el botón de los descuentos que a favor del Partido de la Liberación Dominicana se hace a los empleados públicos a través del Banco de Reservas.

Sin que se le contraiga un solo músculo de la cara, quizá porque la tiene muy dura, el secretario de la Presidencia César Pina Toribio, abogado por demás, “desmiente” que se trate de un descuento y dice, como quien ve llover, que la deducción es el pago de la cuota con la que todo militante debe contribuir al sostenimiento del partido. No conforme con ello, da cátedra: presumiendo que alude a un hecho sociopolítico transcendente, recuerda que antes de la “masificación” peledeísta las reuniones partidistas debían verificar, antes de dar inicio, quiénes estaban al día en sus cuotas. Él mismo es prototípico: antes pagaba esa cuota con cheques y ahora descubrió el Paraíso. Ya puede hacerlo electrónicamente. ¡Viva la modernidad peledeísta!

Dado que ahora son tantos –y casi todos en la nómina pública porque, como dijera mi querido Aníbal de Castro en varios de sus antológicos ADC, el mayor partido dominicano es Dónde Está Lo Mío— había que crear un mecanismo de cobro. Y, ¡eureka!, los genios peledeistas descubrieron que podían hacerlo a través del estatal Banco de Reservas, previo envío de una carta redactada por la dirigencia del PLD y mediante la cual los empleados públicos "autorizan" que del dinero que se les deposita en sus cuentas en la institución se debite esta cuota “voluntaria” y casi patriótica.

Pongamos, empero, algunas cosas en orden. Primera cosa: si es voluntaria, sobra la carta impuesta por las instancias que deciden quién mama de la ubre pública. Por mucha mística fundacional que haya perdido el PLD, el deseo de seguir gobernando –y mamando-- debería ser estímulo suficiente para que, en cheque o en efectivo, los adeptos de toda laya depositen religiosamente su diezmo en la secretaría de Finanzas del partido. Segunda cosa, dejémonos de historias: la carta de “autorización” es exponencialmente coercitiva en un país donde el Estado es el primer empleador de gente que no encuentra cabida, o la encuentra difícilmente, en el sector privado, y que se mata en campaña para luego pasar factura, si es que no tiene antes un protector asegurado. En cualquier caso, no firmarla es autoincriminatorio.

Pero además, el Banco de Reservas, por muy descentralizado que sea, es una institución del Estado que tiene prohibido por ley –artículo 47 de la Electoral, dixit— servir a la financiación de los partidos políticos. Que responda su administrador Daniel Toribio: ¿pueden los partidos de oposición hacer igual que lo ha hecho el PLD, y encima todos contentos?

Me resisto a dárselas, pero quizá tengan razón César Pina Toribio, el tesorero Guaroa Guzmán y el secretario de Administración Ramón Ventura Camejo, coincidentes en banalizar la denuncia, y el dominicano no sea más que un miserable pueblo de cretinos. Con pesar debo reconocer que algunas elecciones colectivas hablan a su favor.

Sucede, sin embargo, que en esa masa informe y bobalicona no falta nunca un memo a quien casi desequilibre un esporádico ramalazo de lucidez. Es entonces cuando se pregunta, sin esperanza de respuesta pero con infinita e irreprimible indignación, hasta dónde y cuándo el gobierno del Partido de la Liberación Dominicana seguirá creyendo, como dijera Lidio Cadet en 1990 en medio de una definitoria crisis poselectoral, que “el mal comí’o no piensa”.

Cuando la respuesta no llega, y todavía le dura el ramalazo, a los labios del memo llegan en torrente las más inimaginables e impublicables imprecaciones.

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