Un hombre murió el jueves 12 de marzo frente a los ojos de su hija de cinco años, salvada ella de manera milagrosa de un huracán de furia incontenible. Su padre, chofer del transporte urbano santiaguero, cometió el abominable delito de rozar con su carro, que imagino ruinoso, el de otro hombre, provocándole un rasguño que con toda seguridad el esmeril hubiera subsanado.
Dice la crónica periodística que este otro hombre no se contentó con matar al chofer que pedía perdón por el accidente con la vehemencia de quien se arrepiente de haber abominado. Como si aquella rozadura hubiera desgarrado sus entrañas y despertado en él su más atávica animalidad, este hombre volteó pistola en mano y disparó, hiriéndola, contra la niña seguramente aterrada, seguramente llorosa, sin duda alguna indefensa. El azar, solamente el imprevisible azar, impidió que también ella dejara su pequeña vida en tributo del carro o la yipeta, qué se yo, de este hombre que huyó de la escena de su crimen.
Desde que leí sobre el hecho no logro alejarlo de mi cabeza. Se ha convertido en idea parásita y me desasosiega hasta hacerme insomne. Imagino la desesperación del chofer cuando vio en las manos del otro poderoso el artefacto que, en apenas lo que dura la contracción de un dedo, terminaría con sus amores, con sus penas, con sus esperanzas, con su miseria, con las caricias a su mujer o a sus mujeres, con la ilusión de llegar a viejo y tener nietos y pasear con ellos por Santiago. ¿Miraría Daniel Antonio Rodríguez a Diani Isel en su momento límite? ¿Sería consciente de que todo se acababa en ese instante preciso y que ella se quedaba allí sin él y para siempre?
Imagino a Diani Isel junto a su padre muerto, ella también sangrante, bajo el sol inclemente del mediodía, y me pregunto quién la socorrió y si esta imagen del crimen frente a sus ojos saldrá alguna vez de su vida, si no será zozobra permanente, quebradura irreparable. Razón justificable de su odio.
Y también imagino al asesino hasta ahora voluntariamente anónimo. Un hombre, ¿acaso un hombre?, dispuesto a matar por la lastimadura, leve o grave, a la carrocería del vehículo en el que probablemente se desplaza a velocidad frenética, sin importarle que una imprudencia suya lo lleve a arremeter contra otro conductor, provocando en el vehículo de ese tercero daños mucho más graves que aquellos sufridos por el suyo en su fatídico encuentro con Daniel Antonio Rodríguez. En la guantera, quizá en su cintura, tiene el arma que engruesa su autoimagen. La imagen de su invulnerabilidad y de su avasallante supremacía social y personal.
No, no es la primera vez que ocurre un hecho como este en el país, pero su repetición no anula mi espanto ni la angustia existencial que me provoca preguntarme, una y otra vez llagada por la duda, hasta dónde el proceso de hominización, ese que nos separa de los primeros homínidos, ha sido también un proceso civilizatorio para nosotros los dominicanos.
Podría decirse, y no faltará tino, que el hecho que comento es resultado inevitable de la despersonalización que provoca una sociedad donde el consumo es religión secular. Hemos sido reemplazados por el objeto convertido en tótem: somos a través suyo, de él recibimos nuestras cualidades; él nos sitúa –sin intervención de la inteligencia o la personalidad— en la escala del aprecio social. Por eso estamos a su incondicional servicio; por eso defenderlo es deber irrenunciable que nos lleva al sacrificio en su ara. Los signos exteriores, los objetos, son un metalenguaje con el cual informamos al resto lo que “somos” y la sumisión que se nos debe y el temor que debemos inspirar. Son el código inequívoco de las avasallantes jerarquías. Son la anticipación del sacrificio repetido.
El asesino del chofer disparó para demostrar su poder. Montado en el vehículo levemente rozado, dijeron testigos, gritó su interpretación del mundo, lo que piensa que es. Y sin embargo huyó. ¿Por qué lo hizo? ¿Por cobarde o por impune? ¿Porque la vida segada no valía nada y él podía seguir la suya, tan solo interrumpida en su rutina por la molestia de hacer los amarres que lo salvaguarden de pagar por haber matado a “ese perro” en esta sociedad que glorifica al abusador?
Recuerdo haber leído hace ya mucho más de 20 años en uno de los libros de la filósofa húngara Ágnes Heller, que para entonces me encandilaba, que no existe posibilidad alguna de que las relaciones entre los individuos estén totalmente desprovistas de humanidad, ni siquiera la muy impersonal relación de un cliente con la prostituta, ejemplificaba.
Hoy necesito creerle y olvidar los detalles leídos en la prensa sobre este asesinato. Hoy quiero vehementemente creer que cuando se desmontó de su vehículo al llegar a su destino previsto o circunstancial, estremecido por su crimen o por la imagen cerebral de su crimen, el criminal lloró. Quiero creerlo por él, pero también por mí.
Dice la crónica periodística que este otro hombre no se contentó con matar al chofer que pedía perdón por el accidente con la vehemencia de quien se arrepiente de haber abominado. Como si aquella rozadura hubiera desgarrado sus entrañas y despertado en él su más atávica animalidad, este hombre volteó pistola en mano y disparó, hiriéndola, contra la niña seguramente aterrada, seguramente llorosa, sin duda alguna indefensa. El azar, solamente el imprevisible azar, impidió que también ella dejara su pequeña vida en tributo del carro o la yipeta, qué se yo, de este hombre que huyó de la escena de su crimen.
Desde que leí sobre el hecho no logro alejarlo de mi cabeza. Se ha convertido en idea parásita y me desasosiega hasta hacerme insomne. Imagino la desesperación del chofer cuando vio en las manos del otro poderoso el artefacto que, en apenas lo que dura la contracción de un dedo, terminaría con sus amores, con sus penas, con sus esperanzas, con su miseria, con las caricias a su mujer o a sus mujeres, con la ilusión de llegar a viejo y tener nietos y pasear con ellos por Santiago. ¿Miraría Daniel Antonio Rodríguez a Diani Isel en su momento límite? ¿Sería consciente de que todo se acababa en ese instante preciso y que ella se quedaba allí sin él y para siempre?
Imagino a Diani Isel junto a su padre muerto, ella también sangrante, bajo el sol inclemente del mediodía, y me pregunto quién la socorrió y si esta imagen del crimen frente a sus ojos saldrá alguna vez de su vida, si no será zozobra permanente, quebradura irreparable. Razón justificable de su odio.
Y también imagino al asesino hasta ahora voluntariamente anónimo. Un hombre, ¿acaso un hombre?, dispuesto a matar por la lastimadura, leve o grave, a la carrocería del vehículo en el que probablemente se desplaza a velocidad frenética, sin importarle que una imprudencia suya lo lleve a arremeter contra otro conductor, provocando en el vehículo de ese tercero daños mucho más graves que aquellos sufridos por el suyo en su fatídico encuentro con Daniel Antonio Rodríguez. En la guantera, quizá en su cintura, tiene el arma que engruesa su autoimagen. La imagen de su invulnerabilidad y de su avasallante supremacía social y personal.
No, no es la primera vez que ocurre un hecho como este en el país, pero su repetición no anula mi espanto ni la angustia existencial que me provoca preguntarme, una y otra vez llagada por la duda, hasta dónde el proceso de hominización, ese que nos separa de los primeros homínidos, ha sido también un proceso civilizatorio para nosotros los dominicanos.
Podría decirse, y no faltará tino, que el hecho que comento es resultado inevitable de la despersonalización que provoca una sociedad donde el consumo es religión secular. Hemos sido reemplazados por el objeto convertido en tótem: somos a través suyo, de él recibimos nuestras cualidades; él nos sitúa –sin intervención de la inteligencia o la personalidad— en la escala del aprecio social. Por eso estamos a su incondicional servicio; por eso defenderlo es deber irrenunciable que nos lleva al sacrificio en su ara. Los signos exteriores, los objetos, son un metalenguaje con el cual informamos al resto lo que “somos” y la sumisión que se nos debe y el temor que debemos inspirar. Son el código inequívoco de las avasallantes jerarquías. Son la anticipación del sacrificio repetido.
El asesino del chofer disparó para demostrar su poder. Montado en el vehículo levemente rozado, dijeron testigos, gritó su interpretación del mundo, lo que piensa que es. Y sin embargo huyó. ¿Por qué lo hizo? ¿Por cobarde o por impune? ¿Porque la vida segada no valía nada y él podía seguir la suya, tan solo interrumpida en su rutina por la molestia de hacer los amarres que lo salvaguarden de pagar por haber matado a “ese perro” en esta sociedad que glorifica al abusador?
Recuerdo haber leído hace ya mucho más de 20 años en uno de los libros de la filósofa húngara Ágnes Heller, que para entonces me encandilaba, que no existe posibilidad alguna de que las relaciones entre los individuos estén totalmente desprovistas de humanidad, ni siquiera la muy impersonal relación de un cliente con la prostituta, ejemplificaba.
Hoy necesito creerle y olvidar los detalles leídos en la prensa sobre este asesinato. Hoy quiero vehementemente creer que cuando se desmontó de su vehículo al llegar a su destino previsto o circunstancial, estremecido por su crimen o por la imagen cerebral de su crimen, el criminal lloró. Quiero creerlo por él, pero también por mí.
Estimada Margarita
ResponderEliminarCon hechos dolorosos y lamentables como estos uno se le encoge el alma y se percata el descalabro del alma de esta sociedad, donde ya los valores es un valioso tesoro, donde la materializacion del espiritu ha sido la carta de juego en vez de el verdadero ser humano en su esencia. Los principios humanos ya son solo cosa de elegidos y de aquellos que solo se han percatado que existe un mundo mejor "alla afuera, mas alla de la bordes costeros de esta isla". Y uno se cuestiona, si valdria la pena continuar en el esfuerzo o izar las velas y volver a partir.
Te acompano en ese sentimiento de penuria, pues miro alrededor y la desidia de mi entorno me intoxica mis deseos de vivir.
Gracias por el articulo.
Hola Margarita,
ResponderEliminarNo sé cuantas licencias de armas hay en RD. Pero si fueren 500 mil, ellas generarían ingresos fiscales, "administración" y por cabildeos de más de 2 mil millones de pesos al año.
Como demostró la publicación injusta de la lista negra de ilustres ciudadanos, la Secretaría de Interior y Policía da mayor prioridad al cumplimiento del proceso de renovación de esas armas que al examen para determinar cuántos criminales, tal como el que describe, se les renuevan sus licencias anualmente. Posiblemente ese homicida no está en lista negra.
Valerio
Mi querida Margarita, aprovecho esta tragedia para hacerte una advertencia. La amiga que te escribe tenìa por costumbre la inocente valentìa de vociferar cualquier tontera para detener a los dichosos conductores que indolentemente lanzan desde su ventanilla una botella, envase o cualquier desecho que bien podrìa guardar en una bolsa hasta llegar al lugar adecuado. Mi comportamiento cambiò un dìa que lei en la prensa que a otro osado como yo le pegaron par de tiros por la misma hazaña. Ahi comprendì que la calle es màs peligrosa de lo que uno piensa independientemente de las buenas intenciones que uno pudiera tener. Nunca olvidarè la hazaña rumbo a la playa de Najayo cayèndole atràs a un carro pùblico para pasarle una bolsita de basura y detener la hemorragia de caña masticada que lanzaban sus pasajeros a la calle. Los salvajes son màs abundantes. Mi advertencia es que debemos ser buenos ciudadanos, pero tener mucho cuidado a quien ofendemos con nuestros consejos o sugerencias.
ResponderEliminarMargarita, primero que empiece a escribir sobre el tema, quiero solicitarte me disculpes por el tono en que escribí mi ultimo comentario publicado, por él me gane la censura y por la censura mi escritura devolvió fuego, la boca loca enreda a quien le da rienda, ya sabemos que un barco puede ser muy grande mas el timón pequeño, asi la boca puede controlar el grueso de mi existencia. Lamento haber desempolvado resentimiento pasado, agradecido estoy de tus gestiones para lograr liberarme de omnimedia y volver a mi país a reestablecerme nuevamente. Te pido aceptes mi arrepentimiento que ya yo he pedido a Dios por mi falta.
ResponderEliminarTu nota me hizo bordear las lagrimas, estos días han sido de gran intensidad y me reconozco una persona muy sensible, al leer tu prosa inigualable, llena de sinónimos y caracterizaciones literarias de muy fina seleción de las cuales me gustaría ser eco, más sin ser un letrado, hago lo posible para enaltecer el valor de un texto al menos bien escrito, salvo cuando escribo apurado y sin tiempo para la edición.
Muchas veces Margarita les he comentado a mis coterraneos chilenos lo valiosa que es nuestra convivencia y el respeto que declaramos como comunidad chilena a la ley, aca, salvo contadas excepciones, las personas no pueden nie stan autorizadas a portar armas, y es una ley temida que impuesta en dictadura nadie se atrevería a contradecir. Se le teme a la autoridad, se le respeta y se le acata. Siempre habrán excepciones, pero el grueso responde al correcto llamado de obediencia y orden establecido.
Me impresionaba muchísimo cuando en República Dominicana me aleccionaban en el uso de mi nuevo carro, "si atropellas a alguien huyele", " si un policía te detiene no te detengas, y si lo haces dale $100", "si te chocan dejalo pasar, olvídalo".
Tu crónica me emocionó muchísimo, más alla de las diferencias culturales entre países, somos todos miembors de un mismo panal, recolectamos el mismo polen, y trabajamos para nuestro sustento.
Lamento lo sucedido, e imagino perfectamente gracias a tu narración el incidente, pero la reflexión, y el miedo e incertidumbre que tú planteas por la misma vida de tus seres queridos o la tuya incluso, al saber que por tan poco el dominicano iracundo y pseudo-poderoso es capaz de cobrar tanto.
En una de esas tantas conversaciones dominicanas, escuche medio "ido", pues estaba con la mente puesta en mi país y su recuerdo, pero me llamó mucho la atención escuchar decir que un dominicano dijese que en su país "la vida valía menos que la de un pollo".
Dice la palabra: "Pesa la piedra y pesa tambien la arena, pero pesa más la ira".
Un abrazo Margarita y de nuevo disculpame, y permíteme ser parte de lo bello de tu talento para comunicar ok?
Muchas gracias
Alejandro Rivera G.
Chile
Alejandro: Dudé mucho de publicar tu comentario, que es también una carta personal. De haber tenido tu correo electrónico te hubiera escrito para que todo esto quedara entre nosotros. No te niego que me sorprendí mucho lo que escribiste, porque de ti he tenido siempre un muy grato recuerdo. Me alegro de que las aguas hayan encontrado su nivel, y te reitero mis afectos.
ResponderEliminarQuerida Margarita, eventos como ese, tan frecuentes en nuestro país, me dejaban tan apesadumbrada como estás tu. Hace diez años descubrí y comprobé en mi propia piel que la acumulación de emociones y sentimientos negativos (ira, resentimientos, frustraciones, ansiedad, miedo, etc.) enferman el cuerpo y la mente, y ese efecto individual es causa y consecuencia de una sociedad violenta e injusta como la que tenemos. Al mismo tiempo descubrí y comprobé que las enseñanzas practicas de la Fundación El Arte de Vivir (www.elartedevivirdominicana.org, www.artofliving.org) liberan a las personas de ese veneno, tornándolas más sanas, equilibradas y más responsables respecto a la sociedad. Y no estoy repitiendo palabras aprendidas, sino dando testimonio de los cambios de actitud y de conducta que he visto en personas violentas como ese asesino del caso que suscita tu reflexión. Por eso decidí dedicarme a difundir esas enseñanzas de la Fundación El Arte de Vivir, sin desmedro de mi labor como investigadora social y feminista. Ahora, cuando pasan esas tragedias, me siento tan indignada y triste como tú, y a la vez se consolida mi convicción de que estoy haciendo un aporte valioso a la sociedad.
ResponderEliminarCon profundo afecto y admiración por ti, Carmen Julia
Querida Margarita, eventos como ese, tan frecuentes en nuestro país, me dejaban tan apesadumbrada como estás tu. Hace diez años descubrí y comprobé en mi propia piel que la acumulación de emociones y sentimientos negativos (ira, resentimientos, frustraciones, ansiedad, miedo, etc.) enferman el cuerpo y la mente, y ese efecto individual es causa y consecuencia de una sociedad violenta e injusta como la que tenemos. Al mismo tiempo descubrí y comprobé que las enseñanzas practicas de la Fundación El Arte de Vivir (www.elartedevivirdominicana.org, www.artofliving.org) liberan a las personas de ese veneno, tornándolas más sanas, equilibradas y más responsables respecto a la sociedad. Y no estoy repitiendo palabras aprendidas, sino dando testimonio de los cambios de actitud y de conducta que he visto en personas violentas como ese asesino del caso que suscita tu reflexión. Por eso decidí dedicarme a difundir esas enseñanzas de la Fundación El Arte de Vivir, sin desmedro de mi labor como investigadora social y feminista. Ahora, cuando pasan esas tragedias, me siento tan indignada y triste como tú, y a la vez se consolida mi convicción de que estoy haciendo un aporte valioso a la sociedad.
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