Por definición teológica, la caridad es la virtud entre virtudes. Permite amar a Dios por Él mismo y sobre todas las cosas y, por su mediación, amar a los semejantes con un amor al que no le importa ser piedra de autosacrificio. Interpretada en su sentido lato, la caridad es amor en estado puro.
Y sin embargo, en un mundo de valores no infundidos por la divinidad de cualquier panteón, la caridad fue ganando poco a poco mala fama. Razones ha habido de sobra y prestadas por ella misma: de amor por el otro, semejante al propio, caminó apresuradamente para situarse bajo los focos del escenario y se convirtió en espectáculo. La caridad dejó de ser la relación de amor que igualaba en humanidad –y en la humanidad— al amado y al amante, para ser acto que demarcó jerarquías entre el donante y quien recibe su donación. Las gratificaciones del que da son muchas. Y primera entre todas la épica imagen de si mismo. Porque es pródigo, salva; y porque salva, es bueno; y porque es bueno y salva, debe tener asegurada su propia salvación. La caridad, silogística, se asienta en registros contables.
Y allí van las bonísimas damas y los bonísimos caballeros, con un tropel de cámaras detrás, y relacionistas públicos que ahítan las redacciones reclamando la publicidad del acto; van, repito, a repartir la donación caritativa, conseguida casi siempre en cenas, exposiciones de joyas, desfiles de moda, tardes de té, de vino, de sombreros… donde el lujo y la banalidad son ofensivos. Dice Víctor Manuel, quizá demasiado radical, que “el hombre que inventó la caridad, inventó al pobre y le dio el pan”.
Con los años y el desarrollo de los medios de comunicación, la caridad sale del ámbito privado o reducido para pavonearse ante públicos numerosos, a veces multitudinarios, sobre todo con ocasión de grandes catástrofes. Es la “ética indolora” de un mundo de valores crepusculares que llega a pervertir, incluso, el ejercicio de la solidaridad que, a diferencia de la caridad, pisa firme en la reivindicación de la justicia y de la igualdad como derecho.
También de un tiempo a esta parte la “caridad” –ya es tiempo de poner la palabra entre comillas— ha invadido el espacio político, y no solo en forma de clientelismo pervertidor, aunque rentable para sus practicantes. Una buena cantidad de funcionarios, sobre todo los que ocupan cargos electivos, están inoculados del virus de la caridad “business class”. Planean con sus estrategas una campaña para, por ejemplo, calzar a los niños descalzos, y tocan las puertas de empresarios “amigos”, comercios, etcétera, para conseguir llenar sus alforjas con material de ínfima calidad. Y con eslóganes altisonantes conmueven a otras almas igualmente caritativas y las convencen de hacer espacio en sus armarios deshaciéndose de lo que los niños y niñas de la casa no usarán más porque pasó de moda y ya es improductivo para sus egos.
Cuando tienen suficiente o creen tener suficiente, estos funcionarios políticos se van a las escuelas de los barrios marginados –llenos de basura, aguas negras, calles lunares, desempleo, hambre, delincuencia, prostitución y, en fin, todos los males típicos de la inequidad social— y allí sientan a un niño o una niña en una silla, toman cuidado de no ensuciarse el pantalón cuando se inclinan, y lo calzan con un par de esos zapatos regalados. La foto que capta ese momento de humillación de la criatura recorrerá las redacciones como prueba irrefutable de que gracias a la bondad personal y política del calzador de turno, por lo menos en la capital habrá “cero niño descalzo”.
No sé si los padres fueron previamente informados, y consintieron en ello, de que estas criaturas serían convertidas en objeto de propaganda y, por tanto, de explotación política. De que su dignidad, que la pobreza no impide, sería vulnerada tan asquerosamente. Tampoco sé si el calzador de turno está consciente de que viola el Artículo 12 del Código para el Sistema de Protección y los Derechos Fundamentales de Niños, Niñas y Adolescentes, Ley 136-03, que dice textualmente: “DERECHO A LA INTEGRIDAD PERSONAL. Todos los niños, niñas y adolescentes tienen derecho a la integridad personal. Este derecho comprende el respeto a la dignidad, la inviolabilidad de la integridad física, síquica, moral y sexual, incluyendo la preservación de su imagen, identidad, autonomía de valores, ideas, creencias, espacio y objetos personales.
Párrafo.- Es responsabilidad de la familia, el Estado y la sociedad protegerlos, contra cualquier forma de explotación, maltrato, torturas, abusos o negligencias que afecten su integridad personal”.
Quizá no necesite saberlo. Con ser cómico le basta.
Y sin embargo, en un mundo de valores no infundidos por la divinidad de cualquier panteón, la caridad fue ganando poco a poco mala fama. Razones ha habido de sobra y prestadas por ella misma: de amor por el otro, semejante al propio, caminó apresuradamente para situarse bajo los focos del escenario y se convirtió en espectáculo. La caridad dejó de ser la relación de amor que igualaba en humanidad –y en la humanidad— al amado y al amante, para ser acto que demarcó jerarquías entre el donante y quien recibe su donación. Las gratificaciones del que da son muchas. Y primera entre todas la épica imagen de si mismo. Porque es pródigo, salva; y porque salva, es bueno; y porque es bueno y salva, debe tener asegurada su propia salvación. La caridad, silogística, se asienta en registros contables.
Y allí van las bonísimas damas y los bonísimos caballeros, con un tropel de cámaras detrás, y relacionistas públicos que ahítan las redacciones reclamando la publicidad del acto; van, repito, a repartir la donación caritativa, conseguida casi siempre en cenas, exposiciones de joyas, desfiles de moda, tardes de té, de vino, de sombreros… donde el lujo y la banalidad son ofensivos. Dice Víctor Manuel, quizá demasiado radical, que “el hombre que inventó la caridad, inventó al pobre y le dio el pan”.
Con los años y el desarrollo de los medios de comunicación, la caridad sale del ámbito privado o reducido para pavonearse ante públicos numerosos, a veces multitudinarios, sobre todo con ocasión de grandes catástrofes. Es la “ética indolora” de un mundo de valores crepusculares que llega a pervertir, incluso, el ejercicio de la solidaridad que, a diferencia de la caridad, pisa firme en la reivindicación de la justicia y de la igualdad como derecho.
También de un tiempo a esta parte la “caridad” –ya es tiempo de poner la palabra entre comillas— ha invadido el espacio político, y no solo en forma de clientelismo pervertidor, aunque rentable para sus practicantes. Una buena cantidad de funcionarios, sobre todo los que ocupan cargos electivos, están inoculados del virus de la caridad “business class”. Planean con sus estrategas una campaña para, por ejemplo, calzar a los niños descalzos, y tocan las puertas de empresarios “amigos”, comercios, etcétera, para conseguir llenar sus alforjas con material de ínfima calidad. Y con eslóganes altisonantes conmueven a otras almas igualmente caritativas y las convencen de hacer espacio en sus armarios deshaciéndose de lo que los niños y niñas de la casa no usarán más porque pasó de moda y ya es improductivo para sus egos.
Cuando tienen suficiente o creen tener suficiente, estos funcionarios políticos se van a las escuelas de los barrios marginados –llenos de basura, aguas negras, calles lunares, desempleo, hambre, delincuencia, prostitución y, en fin, todos los males típicos de la inequidad social— y allí sientan a un niño o una niña en una silla, toman cuidado de no ensuciarse el pantalón cuando se inclinan, y lo calzan con un par de esos zapatos regalados. La foto que capta ese momento de humillación de la criatura recorrerá las redacciones como prueba irrefutable de que gracias a la bondad personal y política del calzador de turno, por lo menos en la capital habrá “cero niño descalzo”.
No sé si los padres fueron previamente informados, y consintieron en ello, de que estas criaturas serían convertidas en objeto de propaganda y, por tanto, de explotación política. De que su dignidad, que la pobreza no impide, sería vulnerada tan asquerosamente. Tampoco sé si el calzador de turno está consciente de que viola el Artículo 12 del Código para el Sistema de Protección y los Derechos Fundamentales de Niños, Niñas y Adolescentes, Ley 136-03, que dice textualmente: “DERECHO A LA INTEGRIDAD PERSONAL. Todos los niños, niñas y adolescentes tienen derecho a la integridad personal. Este derecho comprende el respeto a la dignidad, la inviolabilidad de la integridad física, síquica, moral y sexual, incluyendo la preservación de su imagen, identidad, autonomía de valores, ideas, creencias, espacio y objetos personales.
Párrafo.- Es responsabilidad de la familia, el Estado y la sociedad protegerlos, contra cualquier forma de explotación, maltrato, torturas, abusos o negligencias que afecten su integridad personal”.
Quizá no necesite saberlo. Con ser cómico le basta.
Me ha gustado el artículo y tu forma de escribir: totalmente de acuerdo.
ResponderEliminarOtra vez mas Maggie, BIEN POR TI. Tu espiritu de la justicia sobresale sobre cualquier otra de tus muchas cualidades. El senor Salcedo es mas digno de pena que los ninos a los cuales el expuso de forma inicua e interesada, irrespetando los "Derechos de los Ninos".
ResponderEliminarprobable muchos de tus colegas vieron la situacion y miraron a otro lado pero tu, .....no podias pasar de largo.Dios te bendiga Maggie.