Sofistas de toda laya han aparecido en estos días para denostar a los críticos con la reforma constitucional. Algunos, camaleónicos, quieren nadar y guardar la ropa, quizá por si las moscas. Los calificativos a que echan mano, unos y otros, son dignos de antología. Todos, desde luego, ad hominem, es decir, contra quienes disienten y no contra sus ideas.
Tomemos, por ejemplo, la restricción ahora constitucionalizada para acceder a las playas. Los defensores del cercenamiento de derechos llaman manipuladores, histéricos, claques o grupúsculos –la lista no es limitativa— a quienes insisten en poner en evidencia la naturaleza de lo decidido por los legisladores a favor de los grupos empresariales del sector turístico.
Algunos, además de insultar, han esgrimido el “argumento” de que son tantos los kilómetros de playa que hay para todos. Protestar es, más que una tontera, una necedad de gente que debería dedicarse a cuestiones más productivas, si es que acaso pueden.
Mas si de manipuladores hablamos escojamos algunas muestras que definen de manera meridiana quién es quién en una discusión pública mucho más abarcadora y que apenas comienza.
El pasado 8 de octubre, y en un desayuno con el periódico Listín Diario, Haydeé Rainieri, presidenta de la Asociación Nacionales de Hoteles y Restaurante (ASONAHORES) tuvo un incontrolado acceso de sinceridad y lo dijo sin ambages: “libre acceso no es sinónimo de gratuidad”.
En un ejercicio “lógico” muy particular, la empresaria defendió la “legitimidad” de la decisión de los legisladores arguyendo que “las carreteras, son de dominio público, de libre acceso, pero que también se debe pagar un peaje para utilizarlas porque se hizo una alta inversión que debe recuperarse”.
En el ejemplo que cita, el Estado ha concesionado una obra a una empresa privada que correrá con los costos de construcción –casi siempre con contrapartida oficial-- y cobrará un peaje. Extrañamente, Rainieri olvida señalar que esta concesión tiene término, por lo general treinta años, tiempo estimado suficiente por las partes para que los inversionistas recuperen su inversión y obtengan ganancias razonables. Cumplido el plazo, la carretera pasa a ser propiedad exclusiva del Estado, que no ha cedido en momento alguno su dominio sobre ella hasta el fin de los tiempos. Además, este tipo de contrato es sometido a licitación pública internacional y posteriormente aprobado por el Congreso, lo que no ocurre con los complejos turísticos o proyectos inmobiliarios que se construyen en terrenos playeros adquiridos en transacciones entre particulares. En este caso, la propiedad privada lo es y generalmente, para siempre.
La intención manipuladora de los empresarios es también puesta al desnudo por otra afirmación de la presidenta de ASONAHORES; aquella según la cual “hay 305 kilómetros (de playas) disponibles en el país y menos del 5 por ciento es utilizado por los hoteleros, lo que es una muestra de que hay espacios suficientes para dar las opciones de entrar a una playa con acceso libre y gratuito, pero también de entrar a otra playa con acceso libre aunque pagando una cuota.”
Si no fuera porque creo en que la empresaria está honesta aunque incorrectamente convencida de tener razón, juraría que se burla de la inteligencia del resto de la sociedad. No intentemos esclarecer si todos los kilómetros de playa a los que alude tienen la misma calidad. Güibia, por ejemplo, es parte de esos 305 kilómetros. Deduzco, empero, que su objetivo primordial es convencer de que, al fin y al cabo, los empresarios lo que han hecho es crear un micromundo paralelo que planea por derecho propio sobre toda consideración política y social; dado que es “la verdadera industria nacional”, músculo de nuestro desarrollo, el país debe agradecerles a los empresarios con el corazón en la mano y los ojos humedecidos los muchos beneficios que nos deparan.
Tomemos, por ejemplo, la restricción ahora constitucionalizada para acceder a las playas. Los defensores del cercenamiento de derechos llaman manipuladores, histéricos, claques o grupúsculos –la lista no es limitativa— a quienes insisten en poner en evidencia la naturaleza de lo decidido por los legisladores a favor de los grupos empresariales del sector turístico.
Algunos, además de insultar, han esgrimido el “argumento” de que son tantos los kilómetros de playa que hay para todos. Protestar es, más que una tontera, una necedad de gente que debería dedicarse a cuestiones más productivas, si es que acaso pueden.
Mas si de manipuladores hablamos escojamos algunas muestras que definen de manera meridiana quién es quién en una discusión pública mucho más abarcadora y que apenas comienza.
El pasado 8 de octubre, y en un desayuno con el periódico Listín Diario, Haydeé Rainieri, presidenta de la Asociación Nacionales de Hoteles y Restaurante (ASONAHORES) tuvo un incontrolado acceso de sinceridad y lo dijo sin ambages: “libre acceso no es sinónimo de gratuidad”.
En un ejercicio “lógico” muy particular, la empresaria defendió la “legitimidad” de la decisión de los legisladores arguyendo que “las carreteras, son de dominio público, de libre acceso, pero que también se debe pagar un peaje para utilizarlas porque se hizo una alta inversión que debe recuperarse”.
En el ejemplo que cita, el Estado ha concesionado una obra a una empresa privada que correrá con los costos de construcción –casi siempre con contrapartida oficial-- y cobrará un peaje. Extrañamente, Rainieri olvida señalar que esta concesión tiene término, por lo general treinta años, tiempo estimado suficiente por las partes para que los inversionistas recuperen su inversión y obtengan ganancias razonables. Cumplido el plazo, la carretera pasa a ser propiedad exclusiva del Estado, que no ha cedido en momento alguno su dominio sobre ella hasta el fin de los tiempos. Además, este tipo de contrato es sometido a licitación pública internacional y posteriormente aprobado por el Congreso, lo que no ocurre con los complejos turísticos o proyectos inmobiliarios que se construyen en terrenos playeros adquiridos en transacciones entre particulares. En este caso, la propiedad privada lo es y generalmente, para siempre.
La intención manipuladora de los empresarios es también puesta al desnudo por otra afirmación de la presidenta de ASONAHORES; aquella según la cual “hay 305 kilómetros (de playas) disponibles en el país y menos del 5 por ciento es utilizado por los hoteleros, lo que es una muestra de que hay espacios suficientes para dar las opciones de entrar a una playa con acceso libre y gratuito, pero también de entrar a otra playa con acceso libre aunque pagando una cuota.”
Si no fuera porque creo en que la empresaria está honesta aunque incorrectamente convencida de tener razón, juraría que se burla de la inteligencia del resto de la sociedad. No intentemos esclarecer si todos los kilómetros de playa a los que alude tienen la misma calidad. Güibia, por ejemplo, es parte de esos 305 kilómetros. Deduzco, empero, que su objetivo primordial es convencer de que, al fin y al cabo, los empresarios lo que han hecho es crear un micromundo paralelo que planea por derecho propio sobre toda consideración política y social; dado que es “la verdadera industria nacional”, músculo de nuestro desarrollo, el país debe agradecerles a los empresarios con el corazón en la mano y los ojos humedecidos los muchos beneficios que nos deparan.
El retorcimiento argumental es, más que evidente, insultante: junto a las opciones de playas libres y gratuitas hay otras “con acceso libre aunque pagando una cuota”. Hay que encajar la ofensa a la inteligencia para no infartarse ¿Puede demostrar Rainieri que los hoteleros compraron las playas a las que sus instalaciones tienen acceso? ¿Hay algún documento jurídico que avale esa propiedad? ¿O la vieja práctica, es cierto, de prohibir que toda persona que no sea huésped del hotel entre a la playa es una prerrogativa que se asienta en la endeblez institucional dominicana? Si Rainieri ni ningún hotelero puede demostrar la cesión a su favor, amparada jurídicamente, de bienes de dominio público inajenables, entonces los hoteleros están incurriendo en una ilegalidad pausible de ser penalmente sancionada.
Ningún dominicano tiene por qué pagar para bañarse en la playa frente a los hoteles. Tendría que pagar consumos, uso de facilidades o cualquier otro servicio que brinde el recinto. Es cuanto, porque ahí es donde los hoteleros han hecho su inversión.
No quiero hacer conjeturas extremas, pero mucho me temo que las presiones ejercidas por los hoteleros sobre los asambleístas y sus jefes Leonel Fernández y Miguel Vargas Maldonado para constitucionalizar la paradójica propiedad privada sobre bienes del dominio público, es una reacción preventiva: tanto es el descrédito del sistema político dominicano y tanta y creciente la insatisfacción ciudadana, que los hoteleros pueden estar temiendo un inminente ciclón social y quieren poner lo suyo a buen resguardo. O lo que ellos creen buen resguardo.
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