Admiro sin límites a quienes ejercen el oficio –el bueno, que el otro no vale la pena aunque tenga la primacía— de escribir sin interrupciones. Más que admirarlos, los envidio. No soy como ellos; me canso de dar vueltas a la noria, de morderme la cola, y entro en períodos, más o menos largos, en los que mi imaginación es un erial donde ni siquiera crecen espinos.
No es que no haya temas, que aquí sobran. Es que me planto frente al televisor y escucho un discurso que se esfuerza en decirme que sigo yendo, como una pelota de ping-pong, de un año a otro entre 2000 y 2004, y me siento extraña, como si me hubieran excluido del tiempo, que se convierte en palabras mal hilvanadas y no en aquello que Agnes Heller definió como “irreversibilidad de los acaeceres”. Es decir, lo que pasó, pasó y no hay manera de cambiar ese hecho concreto acaecido, aunque sí sus consecuencias, que para eso están nuestras neuronas y nuestra voluntad. Pero en el país del presidente Leonel Fernández no; en ese país –que supongo el mío—el acaecer no es irreversible, se mantiene determinando los acontecimientos aunque el reloj, inexorable, haya marcado veinticuatro horas cada día durante siete años.
Y a mí, desde el silencio de la espectadora en que me convierto cada vez con mayor frecuencia, me asalta con cuchillo en la boca la irrealidad de ser parte de un ahora dominicano absurdo. Aunque no hable, es decir, aunque no escriba, salgo a la calle y veo y oigo. Y eso que veo y oigo no es el país que me cuentan. Es otro distinto del que me adjudican con ánimo sustituto. El que me cuentan se lo han inventando para que yo me lo crea. Quieren embutírmelo. Lo que ven mis ojos y siente mi sensibilidad, eso pretenden, puede irse a paseo. Él quiere que yo me contagie de su disonancia cognitiva, y no niego que en ocasiones me confunde, no porque le acepte sus mentiras, sino porque su desparpajo me descentra.
La mía no es una cuestión política, aunque algunos –los hay a montones—puedan proclamar apodícticos que de eso se trata, que no puedo negar, aunque lo intente, que soy una expósita de la decencia social. No discuto, no discutiré nunca, argumentos ad hominem. Pero digo, y pueden creerme, que no es cuestión de linaje, o de tigueraje, político. Es cuestión de salud mental. Es cuestión de saber a cuál realidad pertenezco, de diferenciar entre la fábula y la moraleja, que no es siempre esta última la que quiere el fabulador.
Es cuestión de decir que estoy en este mundo no para que haya una más. Aunque en ocasiones guarde prolongados silencios y solo el encuentro fortuito con Jordi, que se va para Dinamarca en dos semanas y duda que vuelva cuando termine la carrera, me revuelva las vísceras y me impulse a escribir. Porque me duele.
No es que no haya temas, que aquí sobran. Es que me planto frente al televisor y escucho un discurso que se esfuerza en decirme que sigo yendo, como una pelota de ping-pong, de un año a otro entre 2000 y 2004, y me siento extraña, como si me hubieran excluido del tiempo, que se convierte en palabras mal hilvanadas y no en aquello que Agnes Heller definió como “irreversibilidad de los acaeceres”. Es decir, lo que pasó, pasó y no hay manera de cambiar ese hecho concreto acaecido, aunque sí sus consecuencias, que para eso están nuestras neuronas y nuestra voluntad. Pero en el país del presidente Leonel Fernández no; en ese país –que supongo el mío—el acaecer no es irreversible, se mantiene determinando los acontecimientos aunque el reloj, inexorable, haya marcado veinticuatro horas cada día durante siete años.
Y a mí, desde el silencio de la espectadora en que me convierto cada vez con mayor frecuencia, me asalta con cuchillo en la boca la irrealidad de ser parte de un ahora dominicano absurdo. Aunque no hable, es decir, aunque no escriba, salgo a la calle y veo y oigo. Y eso que veo y oigo no es el país que me cuentan. Es otro distinto del que me adjudican con ánimo sustituto. El que me cuentan se lo han inventando para que yo me lo crea. Quieren embutírmelo. Lo que ven mis ojos y siente mi sensibilidad, eso pretenden, puede irse a paseo. Él quiere que yo me contagie de su disonancia cognitiva, y no niego que en ocasiones me confunde, no porque le acepte sus mentiras, sino porque su desparpajo me descentra.
La mía no es una cuestión política, aunque algunos –los hay a montones—puedan proclamar apodícticos que de eso se trata, que no puedo negar, aunque lo intente, que soy una expósita de la decencia social. No discuto, no discutiré nunca, argumentos ad hominem. Pero digo, y pueden creerme, que no es cuestión de linaje, o de tigueraje, político. Es cuestión de salud mental. Es cuestión de saber a cuál realidad pertenezco, de diferenciar entre la fábula y la moraleja, que no es siempre esta última la que quiere el fabulador.
Es cuestión de decir que estoy en este mundo no para que haya una más. Aunque en ocasiones guarde prolongados silencios y solo el encuentro fortuito con Jordi, que se va para Dinamarca en dos semanas y duda que vuelva cuando termine la carrera, me revuelva las vísceras y me impulse a escribir. Porque me duele.
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