viernes, 2 de marzo de 2012

Fe y política

No acabo de entender qué de positivo agrega a un candidato cualquiera no haber sido antes presidente. Ni por qué la bondad de esta falta de experiencia es personal garantía del buen hacer de uno y no igualmente del resto de los que tampoco han gobernado y aspiran a ello.

Para disipar mis inquietudes, leo opiniones sobre estas supuestas ventajas y termino convencida de lo dicho por alguien muy cercano a mí: la política ha sido transmutada en religión y se expresa en su lenguaje: se defiende al favorito con el convencimiento del creyente, no con la razón. Creo, luego elaboro justificaciones. Desde esta fe, predico mi ciencia política infusa.

Aceptemos por un momento que no haber sido presidente es un plus electoral cuando el principal contendiente carga sobre sus hombros el fardo de un gobierno que el primero y los suyos califican de infausto. Presumamos asimismo la irrelevancia de haber ejercido importantes funciones políticas y administrativas durante más de seis años.

La plácida chatura de este ejercicio abstracto termina cuando la pregunta es con quién gobernará el candidato sin antecedentes si finalmente resulta electo. La respuesta podrá ser herética, pero no hay otra: lo hará con la misma gente que ha estado en el poder durante doce años y seguirá estándolo junto con él: está a su lado, sostiene su campaña y representa su plataforma económica, política y social.

Para que la promesa fuera creíble, el no estrenado debió montar tienda aparte, asumiendo su propio destino. Haber separado el grano bueno de la paja y expulsado a los mercaderes del templo. No lo hizo, más bien al contrario. El suyo es un encuentro cercano del cuarto tipo con aquellos que intentan su continuidad a través de él.

Pero volvamos al argumento religioso de que merece mayor confianza aquel cuyas capacidades presidenciales no se han revelado. La confianza deriva de la fe, una virtud teologal. En su Epístola a los hebreos (11.1), Pablo dice: “La fe es la garantía de lo que se espera y prueba de lo que no se ve. Por ella fueron alabados nuestros mayores” (Biblia de Jerusalén).

Ahora bien, y de manera análoga, ¿no es acaso sacramental la penitencia? ¿No devuelve al pecador a la gracia de Dios y lo santifica? Ya lo dijo Ezequiel (18. 21): “En cuanto al malvado, si se aparta de todos los pecados que ha cometido, observa todos mis preceptos y practica el derecho y la justicia, vivirá sin duda, no morirá”.

Amén.

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